Aquí va el relatito de hoy; éste lo publiqué en una revista literaria en la que tuve la suerte de coincidir con grandes de las letras extremeñas:
NARIZ DE ORO
Recordaba sobre todo los olores. Recordaba el perfume del ascensor cuando volvía un viernes por la noche, y jugaba a adivinar quién podría ser el dueño de aquel aroma. Recordaba el olor del sofrito de la vecina a media mañana. Recordaba el olor a pergamino de los libros viejos, y el olor fresco a tinta y pegamento de los nuevos. Recordaba muy bien el aroma a tabaco de su padre, y el perfume de pino del suelo los domingos por la mañana, y el de la cera derretida, y el del sudor después del sexo.
Pero, sobre todos los olores, había uno que recordaba de una forma especialmente nítida: el de aquel parque, el de aquellas noches en las que tantas veces había amado y tantas otras había deseado ser amado. Cada noche la veía pasar sentado en el mismo banco, probablemente a la vuelta del trabajo, a veces sola, a veces riendo con amigas, y muchas otras veces del brazo de un hombre. No sabría decir si los hombres eran apuestos o si las amigas eran muchas, porque en su memoria, las imágenes se le aparecían como vistas a través de una lente: solo importaba el centro, y todo lo que estaba alrededor se desdibujaba, se disolvía en hilos y jirones, era como un cuadro inacabado, pero en el que ya se ha pintado lo más importante.
Sin embargo él, que había explorado y vivido el mundo a través de su nariz. no había sido nunca capaz de captar su olor, el aroma en que cada mañana ella se envolvería para esconder su propio olor corporal, el perfume que aquella preciosa mujer debía despedir como néctar de orquídeas, una esencia generosa que invitaría a cerrar los ojos y a tocar su piel con la punta de la nariz, y que él nunca se había atrevido a sentir de cerca. Al final, ella pasaba de largo, y él se quedaba en el banco, cerraba los ojos y notaba con fuerza el olor de las plantas del parque, imaginando que ése era el suyo, y que el parque era su cuerpo, y que el banco era su cama. En algún momento, ella dejó de aparecer por el parque, pero él siguió yendo durante un tiempo, haciendo a su mente vagabundear entre el desánimo, la culpa, la ira y el suspiro.
Han pasado muchos años, muchísimos, y él ha vuelto. Su vida, la vida que construyó después del parque, ya se ha terminado, y él ha vuelto a sentarse en el mismo banco, esperando. Se ha sentado y ha empezado a recordar todos los olores: el ascensor, el sofrito, el pergamino, la cera y todos los demás que ya no son los mismos. Ni siquiera el parque es el mismo. El banco está roto y pintarrajeado, y ya solo huele a meados y a marihuana, pero él espera. Ahora mismo, mientras te cuento esta historia, él está sentado, esperando en la noche de su vida, y mientras lucha por no quedarse dormido, piensa que ella va a aparecer, que ella también lo está esperando, nerviosa, preparada para entrar en su campo visual, quizá escondida entre los arbustos, guardando todo su aroma para él, pensando en ser su pequeña orquídea, su fresco jazmín, su eterna dama de noche.
Pero, sobre todos los olores, había uno que recordaba de una forma especialmente nítida: el de aquel parque, el de aquellas noches en las que tantas veces había amado y tantas otras había deseado ser amado. Cada noche la veía pasar sentado en el mismo banco, probablemente a la vuelta del trabajo, a veces sola, a veces riendo con amigas, y muchas otras veces del brazo de un hombre. No sabría decir si los hombres eran apuestos o si las amigas eran muchas, porque en su memoria, las imágenes se le aparecían como vistas a través de una lente: solo importaba el centro, y todo lo que estaba alrededor se desdibujaba, se disolvía en hilos y jirones, era como un cuadro inacabado, pero en el que ya se ha pintado lo más importante.
Sin embargo él, que había explorado y vivido el mundo a través de su nariz. no había sido nunca capaz de captar su olor, el aroma en que cada mañana ella se envolvería para esconder su propio olor corporal, el perfume que aquella preciosa mujer debía despedir como néctar de orquídeas, una esencia generosa que invitaría a cerrar los ojos y a tocar su piel con la punta de la nariz, y que él nunca se había atrevido a sentir de cerca. Al final, ella pasaba de largo, y él se quedaba en el banco, cerraba los ojos y notaba con fuerza el olor de las plantas del parque, imaginando que ése era el suyo, y que el parque era su cuerpo, y que el banco era su cama. En algún momento, ella dejó de aparecer por el parque, pero él siguió yendo durante un tiempo, haciendo a su mente vagabundear entre el desánimo, la culpa, la ira y el suspiro.
Han pasado muchos años, muchísimos, y él ha vuelto. Su vida, la vida que construyó después del parque, ya se ha terminado, y él ha vuelto a sentarse en el mismo banco, esperando. Se ha sentado y ha empezado a recordar todos los olores: el ascensor, el sofrito, el pergamino, la cera y todos los demás que ya no son los mismos. Ni siquiera el parque es el mismo. El banco está roto y pintarrajeado, y ya solo huele a meados y a marihuana, pero él espera. Ahora mismo, mientras te cuento esta historia, él está sentado, esperando en la noche de su vida, y mientras lucha por no quedarse dormido, piensa que ella va a aparecer, que ella también lo está esperando, nerviosa, preparada para entrar en su campo visual, quizá escondida entre los arbustos, guardando todo su aroma para él, pensando en ser su pequeña orquídea, su fresco jazmín, su eterna dama de noche.
Escibes muy bien! admirable los sentimientos!
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