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lunes, 1 de diciembre de 2014

Lord of the Selfies 28/11/14: Otoño


OTOÑO


Como el silbido de una vieja locomotora, como un arrugado y descolorido bañador en el fondo de una bolsa en el fondo de un armario, con unos pocos granos de arena entre sus fibras, el verano se enfría de una forma tristemente dulce, como un plato con trozos de sandía que ya no vamos a comer. Siempre queda algo en el plato. Siempre. Pero no importa.

            Porque después viene el otoño.

            Y el otoño llega crujiente, oliendo a celofán y a libro nuevo, a castaña y a membrillo, a lluvia de verdad. El otoño llega oliendo a madera. Y huele muy bien. Ya no hay tanta piel en la calle, pero hay color, ese color que solo es perceptible en un atardecer de Noviembre, ese color de luz maravillosamente apagada, ese tacto de felpa de abrigo, esa forma de guante que acaricia las muñecas, ese sabor de cacao caliente con avellana. Y el verano queda pronto olvidado, olvidado como una antigua novia, recordado con una sonrisa en los labios y olvidado con un estremecimiento bajo las sábanas.
           
            En otoño la gente se abraza más, necesita abrazarse más, porque la dulce mentira ha terminado, el desamor que comenzó en junio y el amor que comenzó en julio ya no existen, eran mentiras, y lo único que quedan son los planes de septiembre, las colecciones de la casa de muñecas y de monedas del mundo… una nueva promesa. Nuevas promesas y nuevas mentiras. Y la verdad.

Queda la verdad. La verdad de sentirse nuevo, fuerte, la verdad de construir una rutina, la verdad brutal de que amamos esa rutina. La verdad de las bufandas, de los paraguas, de los abrigos de entretiempo. Qué hermosos son los hombres dentro de sus abrigos; qué hermosas son las mujeres debajo de sus paraguas. La palabra “refugio” vuelve a ser maravillosa.
           
Todos quieren empezar a hacer algo. Todos quieren dejar de hacer algo. Siempre pasa igual. En las noticias dicen que un famoso ha muerto, y dos días después muere otro. Siempre cuando empieza una estación. Pero, de alguna forma, somos felices otra vez. Siempre para igual. Siempre pasa que somos felices, de una forma u otra, siempre pasa que el suelo cruje y está húmedo, y el viento acaricia los párpados cerrados, y las abubillas imitan a los búhos ahí arriba, sobre las ramas empapadas. Y las chicas visten unas botas exquisitamente altas. Hay un árbol sin hojas en el jardín; parece que está muerto, pero de pronto está lleno de flores blancas.

En otoño, todo es susceptible de ser dibujado, pintado, coloreado. De la misma forma que somos capaces de ver extraordinariamente bien cuando conducimos justo antes del anochecer, es ahora, en el atardecer del año, cuando todo es perfectamente percibido por nuestros ojos: los charcos, los jerseys de lana, las quinielas. La niebla. Por qué esforzarse tanto en ver a través de la niebla, si es la niebla misma la que hay que mirar, como un cuadro impresionista.

Sobre una delicadamente áspera textura, se trenza una huella digital, que la recorre sin miedo, lentamente, acompañada de otra, y entonces el dedo se arquea, cambia de dirección, y sigue admirando el paso del tiempo y los colorantes sobre la tela, que poco a poco ha de disolverse en el aire como volutas de humo de un cigarro, danzando y girando sobre sí mismas, revolviéndose y cayendo al vacío para luego remontar y alejarse para siempre en un único e irrepetible caos de dispersión, en una diáspora de semillas del próximo otoño, que dormirán en algún lugar, escondidas de los meses, escondidas de las horas. Entonces, despertamos bajo la manta que esconde el brasero, abrimos la puerta y vamos al mercado medieval, donde un hombre enseña cetrería, otro asa enormes trozos de carne y dos mujeres hablan entre los puestos del aloe vera y el regaliz puro.

Es tan corto el día, y tan larga la noche antes de la cena… La abuela acaba de decir que, antes de que nos demos cuenta, será Navidad. Pero todavía no, todavía estoy aquí contigo. Noviembre aún no ha terminado, pero parece que el aire no lo sabe, y se apresura, travieso, a golpear las ventanas El huevo duro estaba bueno, y hoy es el día de sacar el otro pijama del armario. Por fin. Mañana será duro levantarse de la cama.

Y un día se acaban los colores pastel en los bosques, es el final de la temporada de nuestra serie favorita, y tenemos que buscar el gorro de lana, la bufanda gruesa, los guantes que hacen ruido, y nos damos cuenta de que el otoño, que se creía más puro que el verano, ya está agrietado de tanto crujir, ya casi no puede andar, y se despide sin decir nada, sin derramar una solo lágrima, porque sabe que tenemos mejores cosas que hacer, así que simplemente cierra la puerta despacio y nos deja viendo la tele, bajo una manta, en el sofá, sonriendo, pero ya echándolo de menos. Pero no importa.

Porque después viene el invierno.

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