OTOÑO
Como el silbido de una vieja
locomotora, como un arrugado y descolorido bañador en el fondo de una bolsa en
el fondo de un armario, con unos pocos granos de arena entre sus fibras, el
verano se enfría de una forma tristemente dulce, como un plato con trozos de
sandía que ya no vamos a comer. Siempre queda algo en el plato. Siempre. Pero
no importa.
Porque
después viene el otoño.
Y
el otoño llega crujiente, oliendo a celofán y a libro nuevo, a castaña y a
membrillo, a lluvia de verdad. El otoño llega oliendo a madera. Y huele muy
bien. Ya no hay tanta piel en la calle, pero hay color, ese color que solo es
perceptible en un atardecer de Noviembre, ese color de luz maravillosamente
apagada, ese tacto de felpa de abrigo, esa forma de guante que acaricia las
muñecas, ese sabor de cacao caliente con avellana. Y el verano queda pronto
olvidado, olvidado como una antigua novia, recordado con una sonrisa en los
labios y olvidado con un estremecimiento bajo las sábanas.
En
otoño la gente se abraza más, necesita abrazarse más, porque la dulce mentira
ha terminado, el desamor que comenzó en junio y el amor que comenzó en julio ya
no existen, eran mentiras, y lo único que quedan son los planes de septiembre,
las colecciones de la casa de muñecas y de monedas del mundo… una nueva
promesa. Nuevas promesas y nuevas mentiras. Y la verdad.
Queda la
verdad. La verdad de sentirse nuevo, fuerte, la verdad de construir una rutina,
la verdad brutal de que amamos esa rutina. La verdad de las bufandas, de los
paraguas, de los abrigos de entretiempo. Qué hermosos son los hombres dentro de
sus abrigos; qué hermosas son las mujeres debajo de sus paraguas. La palabra
“refugio” vuelve a ser maravillosa.
Todos quieren
empezar a hacer algo. Todos quieren dejar de hacer algo. Siempre pasa igual. En
las noticias dicen que un famoso ha muerto, y dos días después muere otro.
Siempre cuando empieza una estación. Pero, de alguna forma, somos felices otra
vez. Siempre para igual. Siempre pasa que somos felices, de una forma u otra,
siempre pasa que el suelo cruje y está húmedo, y el viento acaricia los
párpados cerrados, y las abubillas imitan a los búhos ahí arriba, sobre las
ramas empapadas. Y las chicas visten unas botas exquisitamente altas. Hay un
árbol sin hojas en el jardín; parece que está muerto, pero de pronto está lleno
de flores blancas.
En otoño, todo
es susceptible de ser dibujado, pintado, coloreado. De la misma forma que somos
capaces de ver extraordinariamente bien cuando conducimos justo antes del
anochecer, es ahora, en el atardecer del año, cuando todo es perfectamente
percibido por nuestros ojos: los charcos, los jerseys de lana, las quinielas.
La niebla. Por qué esforzarse tanto en ver a través de la niebla, si es la
niebla misma la que hay que mirar, como un cuadro impresionista.
Sobre una
delicadamente áspera textura, se trenza una huella digital, que la recorre sin
miedo, lentamente, acompañada de otra, y entonces el dedo se arquea, cambia de
dirección, y sigue admirando el paso del tiempo y los colorantes sobre la tela,
que poco a poco ha de disolverse en el aire como volutas de humo de un cigarro,
danzando y girando sobre sí mismas, revolviéndose y cayendo al vacío para luego
remontar y alejarse para siempre en un único e irrepetible caos de dispersión,
en una diáspora de semillas del próximo otoño, que dormirán en algún lugar,
escondidas de los meses, escondidas de las horas. Entonces, despertamos bajo la
manta que esconde el brasero, abrimos la puerta y vamos al mercado medieval,
donde un hombre enseña cetrería, otro asa enormes trozos de carne y dos mujeres
hablan entre los puestos del aloe vera y el regaliz puro.
Es tan corto
el día, y tan larga la noche antes de la cena… La abuela acaba de decir que,
antes de que nos demos cuenta, será Navidad. Pero todavía no, todavía estoy
aquí contigo. Noviembre aún no ha terminado, pero parece que el aire no lo
sabe, y se apresura, travieso, a golpear las ventanas El huevo duro estaba
bueno, y hoy es el día de sacar el otro pijama del armario. Por fin. Mañana
será duro levantarse de la cama.
Y un día se
acaban los colores pastel en los bosques, es el final de la temporada de
nuestra serie favorita, y tenemos que buscar el gorro de lana, la bufanda
gruesa, los guantes que hacen ruido, y nos damos cuenta de que el otoño, que se
creía más puro que el verano, ya está agrietado de tanto crujir, ya casi no
puede andar, y se despide sin decir nada, sin derramar una solo lágrima, porque
sabe que tenemos mejores cosas que hacer, así que simplemente cierra la puerta
despacio y nos deja viendo la tele, bajo una manta, en el sofá, sonriendo, pero
ya echándolo de menos. Pero no importa.
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