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viernes, 13 de marzo de 2015

Lord of the selfies 13/3/15: El Sol Naciente


Hoy os traigo un texto que me van a publicar pronto en una revista, sobre la primavera y el verano. A ver qué os parece...



EL SOL NACIENTE

Al otro lado del Sol que muere, yace el Sol que está naciendo. Sobre una vasta meseta, el jersey adelgaza, la lluvia se hace aire, y los cuerpos van poco a poco deshojándose, tímidamente, sobre la hierba húmeda que, como un susurro implacable, eriza el vello con la promesa de un año más corto que el anterior, de un tiempo más veloz que el que nos ha traído hasta aquí, de un campo sangrando amapolas que casi no podemos esperar para ver abiertas. El péndulo se para, da la vuelta y empieza a moverse hacia el otro lado sin preguntar si estamos preparados.

Las cabezas, libres de gorros de lana, se alzan para descubrir con ilusión qué hay detrás de las nubes, y la primavera se desliza sin hacer ruido, acariciando las muñecas y los tobillos, envidiosa, sabiendo que el verano vendrá después a besarnos las rodillas y los codos. La lana se hace hilo y el marrón se hace rojo, con el recuerdo del fuego que nos permitió seguir viviendo a través del invierno. Qué felices las manos expuestas que tocan de nuevo; qué felices los ojos que contemplan el primer rubor del Sol en las mejillas; qué felices las faldas.

Qué tristes los trópicos, que viven y giran sin saber de las estaciones, sin probar este dulce vaivén de colores y texturas, de perfumes de armario, de meses como cajitas de comida japonesas, perfectamente compartimentadas, diferentes, deliciosas.

La ropa de primavera hace posible volver a oír los latidos del corazón ajeno que nos abraza y a sentir el calor de los brazos que nos rodean. Al fin y al cabo, no solo los pintores callejeros de Montmartre tienen derecho a ser felices.


* * *


Pero bajo París y bajo el resto de las ciudades, un lejano rumor, como las pisadas de un gigante, empieza a crecer poco a poco. Las flores empiezan a inquietarse, porque el aire está demasiado tranquilo. Una vibración recorre el mes de mayo, se hace temblor y nos recuerda algo que habíamos olvidado, un secreto ancestral: bajo nuestros pies, un enorme océano de magma bulle, inquieto, esperando su turno.

De pronto, el péndulo se precipita, y cambia de lado con un impúdico estruendo que arranca las mangas, que abre las camisas, que tira de las faldas hacia arriba. Es un impulso sensual que lame la piel y la deja exhausta, transpirando, pegajosa de sudor y sandía. Así es el verano. El viento ya no susurra nada, solo es un hálito caliente que mece las espigas.

Y es entonces cuando nos damos cuenta de que tenemos que huir. Por eso la ropa de verano es ropa de fugitivo: las camisas hawaianas, las gafas de sol, los pañuelos en el pelo, los bolsos grandes. Queremos pasar la frontera sin que nos reconozcan, y escapar, escapar a donde la hierba aún es verde, adonde la sal moja los ojos, a un lugar donde no conozcan los abanicos. A una casa donde las persianas cerradas dibujen círculos de luz en el suelo.

Pero no todo es huída. Aquellos que se quedan descubren la verdad: que vestirse en verano es poco más que pintar nuestro cuerpo desnudo, esconder lo más valioso y emborracharnos de luz, gritar, reír, convertir cualquier cosa en un helado y quedarnos dormidos con el canto de los grillos.

(Foto: relojes-especiales.com)

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